“Santa Bárbara Bendita…”. Así reza el canto de los mineros
asturianos, leoneses, palentinos… porque en la oscuridad de los pozos no se
distinguen las fronteras. Incluso los mineros franceses de “Germinal”, la novela de Zola, o los protagonistas de “Qué verde era mi valle” de John Ford, película
ambientada en las minas de Gales, se unirían a su canto con una misma voz. Los
mineros poseen una voz única, de una dignidad compacta, sin fisuras, en la que
no hay resquicios para que penetre la baba de banalidad que hoy impregna el
mundo. Por eso todos nos ponemos tan serios cuando alguien entona: “En el pozo María Luisa…”, porque sabemos que nadie como
los mineros sostiene el estandarte de la verdad, tiznado del color negruzco del
carbón y teñido del rojo de la sangre vertida a golpe de barreno. Quienes
cantan se han topado de cara con la muerte y han sabido mantener la mirada.
Nada más tienen que explicar. Maestros en la elocuencia del silencio
significativo, ése ha sido siempre el único argumento en sus reivindicaciones.
Y lo sigue siendo ahora, cuando luchan por la supervivencia de los pueblos
donde nacieron y crecieron. Puede que las minas ya no sean negocio, pero los
mineros representan algo más profundo que la rentabilidad de las explotaciones
de carbón; para encontrarlo hay que descender más abajo, recorrer las galerías
de la Historia y llegar al corazón de la tierra.
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